Cuando llegue septiembre, con la que está cayendo y nos caerá, no diré, como la vieja canción del mismo título, que bailamos en nuestra juventud, que todo vaya a ser maravilloso; eso quisiéramos más de uno, a despecho de una crisis en la que sobran toneladas de basura y falta, por el contrario, poesía, mucha poesía.
Sea, pues, bienvenida la que habrá de llovernos, yo no sé si del cielo precisamente, pero sí, por supuesto, de la sensibilidad, el conocimiento y la inteligencia de esos seres humanos, a quienes Cicerón –y miren que era hombre político y prosaico- reputaba regalo de los dioses, para exigir seguidamente más que respeto, veneración, pues solamente el nombre de poeta era santo para el autor de las Catilinarias.
De la lluvia jupiterina prevista para el próximo equinoccio, hoy quiero destacar la presentación de un libro, Deshacer la memoria, segundo que publica Maribel Tejero Toledo, poeta madrileña de ascendencia e infancia segovianas y residente, desde hace muchas décadas, en Jerez, donde ha ejercido la profesión más noble que un ser humano puede desempeñar. Maestra, por supuesto. Una labor callada, tenaz, a veces dura incluso, pero henchida de luz que, a manos llenas, ha dispensado a muchas generaciones esta mujer, profunda y comprometida, que con las mismas prendas, lejos de bataholas y vanidades, ha tejido su obra literaria con la delectación y parsimonia que Penélope el peplo. Y, tras la primicia de La música de la libertad, presentado en la primavera de 2006, llega ahora, en otoño de 2011, este Deshacer la memoria, que abre nuevos caminos y registros a su pasión creadora.
El punto de partida de este libro es un hecho real, que propicia una serie de experiencias, al hilo de las cuales la autora reflexiona, hallando en la poesía un valioso instrumento de introspección y análisis, no menos eficiente como lenitivo espiritual en un trance devastador: asistir, día tras día, al cataclismo integral de una persona –la madre, en este caso- afectada de alzheimer. La poeta desdoblará su voz y, al tiempo que recuerda a la madre, enferma o fallecida, le presta su memoria, emprendiendo con ella un nostálgico recorrido por el pasado, los lugares comunes de la infancia, la belleza horaciana de la vida sencilla y, en fin, todos los bártulos que huyeron de la estancia vacía. Y Maribel Tejero ocupa la memoria deshabitada, restituyéndole el sol, el mar, la lluvia, la casa solariega, las callejas vacías, los chopos, los vencejos, la laguna, la desnudez de un mundo purísimo y rural, mientras hace la muerte su trabajo y despliega su sombra la soledad.
Estamos ante un libro profundo y, desde luego, hermoso, escrito con el ser en alma viva, cuanto con voz serena. Para hablarnos de él, de su génesis, de la poética y los proyectos de la autora, nadie mejor que ella, en la entrevista que tuvo la gentileza de concederme.
© Domingo F. Faílde.-